La cena está servida
Colgó el hacha y su esposa le preguntó cuántos jabalíes había cazado. Él rezongó y, sin decir ni media palabra, entró a la habitación y se tiró a dormir, así como estaba, con toda la ropa de caza puesta.
La mujer agarró el hacha y salió al bosque, otra vez. Hacía varias semanas que su marido no cazaba ni un gusano. Antes traía alimentos para una legión, pero desde la noche trágica —donde un par de jirafas se aliaron con dos zorrinos y lo habían perseguido y humillado— había perdido el instinto, o la suerte, o el coraje... o vaya uno a saber qué le pasaba por la cabeza, ya que apenas hablaba.
A las pocas horas, ella apareció cargando un oso. Lo trozó como una experta en la materia y al ratito llamó al marido para cenar. Él se despertó con el aroma de la comida. Salió del dormitorio y, al ver la mesa preparada y el hacha llena de sangre colgada en su lugar, dijo un par de palabras inentendibles y se fue de la cabaña.
Pasaron las horas y, al ver que él no volvía, ella salió en su búsqueda. Seguramente quería adelantársele, porque sabía que para él era un tema de orgullo. Iba a intentar matar a La Cosa.
Nadie sabía qué era realmente. Siempre había vivido escondido en algún lugar del bosque. No era inmenso, era ágil. Tirarle un hachazo —el método más utilizado en ese bosque— era sumamente ineficaz. Nadie le había pasado ni cerca. Y La Cosa no era peligrosa... a menos que intentaras matarla. En ese caso, se volvía el ser más despiadado del universo. Tortura, desmembramiento, son solo algunos de los crímenes que se le adjudicaban. Las autoridades habían perdido ejércitos completos intentando cazarlo, hasta que comprendieron que era más saludable dejarlo en paz.
Y él iba con su hachita por la hazaña, para demostrarle a su mujer que todavía podía. Que era capaz.
Ella salió desesperada en su búsqueda. Quería interceptarlo antes de que hiciera una locura. La Cosa lo iba a descuartizar. No había otro resultado posible.
Lo rastreó hasta una cueva donde, básicamente, todo el mundo sabía que descansaba La Cosa. Lo encontró sentado, aburrido, esperando. Le suplicó que abandonara la idea, que huyeran mientras pudieran.
En eso, un atronador grito se escuchó desde la entrada de la cueva. Nada le molestaba más a La Cosa que le invadieran su guarida.
Ella se paró delante de su marido, que había empezado a temblar de miedo, y le dijo:
—Sentate, gordo. Vas a ver algo especial.
La Cosa era ágil, pero no tanto como ella.
Esa noche comieron hasta el hartazgo.
DARIO BESADA
42 AÑOS
17/06/2025
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