El caso Le Mans


La función comenzaba a las 20:00 en punto, y la fama de la orquesta era clara: puntuales hasta la obsesión. Tanto para tocar como para el público. El que llegaba tarde, simplemente se perdía el espectáculo. Lo que nadie había previsto era el viejo ascensor del teatro municipal. No es que no funcionara. Funcionaba, sí. Pero sólo cuando se le antojaba. Era de lo más caprichoso.

Lo revisaban cada mes, y siempre salía airoso. Certificados en regla. Mantenimiento ejemplar. Pero cuando alguien estaba realmente apurado, el bendito ascensor decidía no moverse. Era como si pudiera oler el apuro.

Eso fue lo que le sucedió a la Orquesta de Le Mans en su primera función en el pueblo. Todos los músicos —cuarenta en total, con sus instrumentos al hombro y trajes impecables— quedaron atrapados dentro del ascensor. Apilados como sardinas, algunos ya con visibles problemas para respirar.

Los gritos no tardaron en llegar. El conserje del teatro, un hombre curtido por años de rarezas edilicias, les había advertido:

—No suban todos juntos. Y no se muestren apurados. Si lo nota, se va a trabar.

Ellos, claro, se rieron. Dijeron que si no se apuraban, iban a llegar tarde.

“Llegar tarde” —al parecer— era la frase prohibida. La contraseña que activaba el mecanismo de bloqueo.

A las ocho en punto, el telón seguía cerrado. Nadie en el escenario. El murmullo del público elegante fue creciendo hasta convertirse en una sinfonía de quejas. Muchos habían corrido para llegar a horario, como les exigía La Orquesta. Y ahora, estos zánganos iban a aparecer cuando se les diera la gana.

El descontento creció. El público, vestido de gala, se puso de pie. Subidos a las butacas, gritaban. Pedían explicaciones. No sólo querían la entrada de vuelta: querían una compensación moral por su tiempo perdido. Claro que no eran un público alborotador. Esperaban, aún en medio de la rabia, que alguien —algún líder de ocasión— tomara cartas en el asunto.

El organizador, pálido y sudoroso, buscó al conserje. Lo encontró sentado, con una taza de té, como si nada sucediera.

—¿Cuánto falta para que arregles el ascensor? —preguntó, con voz temblorosa.

—No lo puedo arreglar —respondió el conserje, sin levantar la vista.

—¿Cómo que no podés? ¿No sos el encargado de esto? Llamá a mantenimiento, a quien sea. La gente está por incendiar el teatro.

—No es por falta de capacidad. Soy el mejor conserje del pueblo —dijo, con un dejo de orgullo—. El ascensor anda cuando quiere. Ya se los habíamos advertido al contratar el teatro.

—¿Y qué dice el contrato? ¿Que el ascensor tiene alma propia?

—No dije eso. Lo revisamos mil veces. Todo en regla. Pero hay días en los que... simplemente no le pinta.

—¡Ah, ya entiendo! ¿Cuánto querés? Para que “le pinte” funcionar.

—Me ofende —dijo el conserje, ahora sí mirándolo a los ojos—. En su mundo todo es plata, ¿no? Me encantaría poder decirle: “Deme un millón de dólares y la orquesta aparece en cinco minutos”. Pero no. Hoy no tiene ganas.

—Esto es inadmisible. Voy a hacer que clausuren este antro.

—Buena suerte con eso. El alcalde saca comisión por cada entrada. Y ustedes no cobraron barato. Hoy se llenó los bolsillos.

—¿Y si el ascensor se cae? ¿Si se muere alguien?

—No se va a caer. Está en perfecto estado. Lo revisamos ayer. Full full.

—Y hoy se trabó.

—Por motivos que nadie entiende.

—¿No tienen ninguna hipótesis?

—De las más descabelladas, sí.

—Dame una razonable. Necesito calmar a la orquesta.

El conserje suspiró y, bajando la voz, como quien revela un secreto de familia, dijo:

—Mi teoría, basada en la nada misma, es que el ascensor se traba cuando alguien que sube no le cae del todo bien.

El organizador se quedó boquiabierto. Le resultaba imposible procesar semejante estupidez. Y lo peor: el tono con el que se lo decía, casi acusador. Como si alguien de la refinada Orquesta de Le Mans tuviera... un lado oscuro.

Pasaron las horas. Los espectadores se habían adueñado del teatro. Algunos jóvenes, reclutados por desesperación, formaron una especie de cuadrilla de búsqueda. Iban de sala en sala, rompiendo lo que encontraban. Querían respuestas. O algo para golpear.

Y entonces, contra todo pronóstico... el ascensor arrancó. Sin aviso. Como si el caos lo hubiera conmovido. O intimidado. Subió hasta el escenario. Las puertas se abrieron con lentitud casi ceremonial. Los músicos salieron corriendo, pálidos, sudados, sin un solo instrumento en sus manos.

Todos, salvo uno.

Un violinista mayor se había descompensado. Cuando llegaron los paramédicos, ya era tarde.

Horas después, en la confusión del camarín, una joven violinista —la más talentosa de su generación— le confesó a una colega:

—En ese ascensor... alguien me manoseó. No pude ver quién fue. No sé si denunciarlo. No sé qué hacer.

El ascensor se había cobrado una nueva víctima.

Tal vez la más oscura y refinada en su haber.


DARIO BESADA

06/06/2025

42 AÑOS

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