El hilo rojo

La vi ahí, sentada. Con la cabeza entre las piernas. Peleando contra sus demonios y prejuicios. Peleando por los dos. Peleando por nosotros. Sola. Sangraba en forma de lágrimas. Yo estaba enfrente. A un mundo de distancia. La miraba impotente sin saber como ayudarla. Ella negaba con la cabeza y se limpiaba las lágrimas. No era una batalla sencilla. Meses y meses de dudas, de miedo, de sufrir en silencio. Pero ahí estaba de nuevo. Luchando. Después de haber tirado la toalla, se debatía en intentarlo de nuevo. Yo la exhortaba con palabras y frases inútiles. Era mi guerra también pero no era mi turno. Ya había peleado y había vencido. Ella no lo tenía tan fácil. La abrazaba cuando la veía flaquear, como si mis brazos pudiesen reponerla de energía. Como si mi cuerpo le pudiese transmitir argumentos que mis palabras no encontraban.

En eso se paró y me dijo que se iba, que no podía seguir así. Yo me negué a dejarla ir. Quizás fuese nuestra última oportunidad. Si se iba tal vez era para siempre. No podía consentir eso. Ella insistió y fui a buscar las llaves. Abrí la puerta y ella dudó. Llorando, me abrazó. Sus brazos me envolvieron. Su calor me llenó de esperanzas. No todo estaba perdido. Aún no. Seguía negando con la cabeza como si fuese un tic crónico. Sus ojos atornillados al piso, igual que sus piernas. Esos demonios que le aconsejaban que se fuese rápido no tenían voz ni voto sobre sus pies. Ella seguía ahí, parada, frente a la puerta, mientras me abrazaba fuerte, como temiendo que al soltarse una fuerza diabólica nos separase para siempre. Yo le seguía repitiendo que no la iba a dejar ir, como si con ese hechizo por arte de magia, pudiese hacerle levantar la mirada y sonreírme.

Me soltó y cruzó la primera puerta, como si fuese un portal a otra dimensión. Una en la que no estaba yo. Pero había algo. Algo en su ser que le impedía irse completamente. Un hilo rojo dicen por ahí. No lo sé. Había algo muy dentro de ella que la detenía. Llegamos a la última puerta. La abriría, se iría y nunca más. Puse la llave en la cerradura y esperé. Uno, dos, tres segundos. Pensaba qué decir o qué hacer para que esa mujer no se fuese de mi vida. Abrí la puerta y le dije que no la quería perder, que lo intentáramos de nuevo, dejando mi dignidad totalmente de lado. Ella calló. Yo esperaba un: "Yo tampoco" o un "OK" que no llegaba. Ahí vi todo derrumbarse. Realmente se iría a su mundo de soledad y sufrimiento, arrastrándome a uno similar. Pero el bendito hilo rojo o lo que fuese, la tenia enmarañada. Como si una fuerza de gravedad le impidiese cruzar la última puerta. Estaba petrificada en el hall, con la pera en el pecho y su cara empapada en lágrimas. Mis tristes argumentos no hacían mella. La pelea era en otro idioma, uno más íntimo y personal.

En eso repentinamente se dio media vuelta con una convicción sorprendente. Como si hubiese terminado de pelear y me tuviese que informar el resultado sin falta. Me costaba respirar, mi vida amorosa dependía de las próximas dos o tres palabras que saliesen de su boca. Contuve el aliento y comencé mentalmente a realizar promesas que posiblemente nunca llevase a cabo. Esas cosas no funcionan. Levantó su inundada mirada, me abrazó una última vez y dijo: "Necesito tiempo, no me apures" y cruzó a su mundo de soledad y sufrimiento. Yo la espero en el mio mientras espero que ese hilo rojo la devuelva a mis brazos cuando finalice de pelear.

DARIO BESADA
15/09/2018
36 AÑOS

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