La pelea de tu vida

Boris no quería pelear. No esa noche. No contra La Mole. No estaba preparado. La prensa lo había inflado luego de algunos knock outs intrascendentes. Tal vez por su bello rostro o su carisma. Tal vez por su invicto. Tal vez para cautivar a la audiencia con la pelea del novato vs el experimentado. No había punto de comparación. Sabía que dentro del ring sufriría una paliza inolvidable. Necesitaba años de práctica y entrenamiento para poder considerar el campeonato. Le habían ofrecido un dineral que no pudo rechazar. Sólo tenía que mantenerse en pie doce rounds. Ni consideraba la opción de ganar la pelea. Eso no estaba dentro de sus posibilidades. Perder por puntos. Derrota digna. Y la revancha en unos años cuando llegue a su techo. No ahora que recién estaba poniendo los cimientos de sus habilidades.

En el precalentamiento recordó diversas peleas del campeón. Era una máquina de músculos y violencia. Tuvieron que encontrarle un rival porque prácticamente había noqueado a todos los boxeadores del ambiente. Incluso había subido de categoría y también había arrasado. Nadie ni siquiera había osado tirarlo a la lona. Tenía una fuerza demencial y una sed de sangre digna de un descuartizador. Era tan despiadado que solía jugar con sus víctimas. Los fajaba salvajemente y antes de que el árbitro parase la pelea, se detenía. De pronto. Justo a tiempo. Dejaba que el tipo lleno de moretones e hinchazones se recupere unos segundos y volvía a masacrarlo. Era básicamente un show de tortura, que el sádico publico sediento de morbosidad agradecía pagando fortunas por las entradas.

La única manera que tenía de llegar al final de la pelea con signos vitales era corriendo. La Mole era pesado, movimientos lentos. Pero cuando te encontraba, la pelea se había terminado. Tenía que correr alrededor del ring. No dejarse arrinconar. Evitar gastar energía en tirar golpes inofensivos. Correr, huir y esas cosas.

Lo hizo bastante bien durante los primeros dos rounds. Recibió pocos golpes aunque ya la sangre brotaba de sus cejas. Un golpe bastaba. En el tercero cayó a la lona. En el cuarto y en el quinto, La Mole se detuvo antes de que el árbitro suspendiese la pelea. El público lo ovacionaba. Les estaba dando el show que querían. Terminar la pelea en el primer asalto no daba plata, le había dicho su manager. Tenía que estirarla lo más posible. Si podía noquearlo en el doce, mucho mejor. Pero que no vaya a las tarjetas. Había que tenerse fe en serio como para jugar durante once rounds y confiar que en el último lo iba a poder noquear. Pero La Mole cumplía las instrucciones a rajatabla. Once asaltos para el público. Más dinero. Uno para él. Esa proporción lo había llevado a ser quien era. Entre el sexto y el onceavo le marcó el cuerpo, la cara, los brazos, todo. El cuerpo entero era un gran moretón violeta de donde salía sangre a raudales. El árbitro consultaba con el médico. Éste parecía sobornado o ciego porque limpiaba un poquito la sangre y daba el ok para continuar.

Llegó el último. Tres minutos. Tenía que mantenerse consciente 180 segundos más. Sino sería uno más en el currículum del campeón. Podría hacer historia si perdía por puntos. Y fue arrinconado. Sabía que todo había terminado cuando tocó con su espalda las cuerdas del ring. No podía huir. Los golpes le estaban haciendo daño. Cada puñetazo rompía alguna costilla o algo. El público gritaba a rabiar. Fue entonces cuando vio que el árbitro estaba a punto de suspender la pelea como muchos otras veces. Salvo que esta vez, La Mole no se iba a detener. Al contrario, al pasar los segundos sus golpes eran más certeros y brutales. En ese momento Boris, olvidándose de su plan de pelea, lanzó un puñetazo. El del honor. El que le decía abiertamente al árbitro que él quería seguir peleando, que todavía podía defenderse, que aún no se cumplían los 180 segundos. Ese golpe no estaba previsto por nadie. Nadie había podido imaginar que impactaría de lleno en la mandíbula del rival. Que lo derrumbaría y lo dejaría revolviéndose en la lona durante varios eternos segundos. La Mole no sincronizaba movimientos. Sus extremidades no le respondían. Intentaba ponerse de pie torpemente, pero caía. Una y otra vez. El árbitro contaba lento, mirando de reojo para todos lados. Como esperando alguna señal de alguien importante para suspender la pelea por algún motivo improvisado.
Boris agradecía el descaro del juez. Si ganaba esa pelea, en la revancha moriría indefectiblemente. En el primer round. En los primeros diez segundos. La Mole lo golpearía hasta desprenderle el cráneo del cuerpo. No, no. Tenía que pararse y ganar por puntos. Estuvo tentado en ayudarlo a ponerse de pie, seguramente el árbitro no se opondría.

El reloj pasaba, el campeón se aferraba a una cuerda y hacía fuerza para levantarse. Fuerza que tenía de sobra hacía 6 segundos nomás. Ahora era un simple mortal. Mareado y confundido. Tenía que pararse y rápido, aunque no sabía bien para qué. Su entrenador le gritaba cosas que no entendía. ¡Qué demonios le había pasado! No podía recordar cómo llegó a ese estado. Luego de unos catorce segundos en los que el árbitro contó apenas ocho, se puso de pie. El estadio estaba enmudecido. Para donde se mirase se podía encontrar a alguien con la boca abierta de par en par sin poder respirar ni pestañear ni nada. Estaban todos en pausa. El juez dio la señal para continuar la pelea. La Mole aún se agarraba de las cuerdas para conseguir estabilidad. Boris lo miraba y pensaba en sus posibilidades. Lo podía noquear y retirarse del boxeo. Lo podía noquear y morir en la revancha. Lo podía dejar que se recuperase y perder por puntos. No había llegado a una decisión cuando los ojos del campeón volvieron a su lugar. La máquina funcionaba de nuevo. Boris miró aterrado el reloj, faltaban veinte segundos para lograrlo. Quince fue el último número que vio hasta que se despertó precisamente quince días después en el hospital. Estaba vivo y lo había hecho besar la lona. Había hecho historia.

DARIO BESADA
36 AÑOS
18/09/2018

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