La frase
Me desperté después de una noche soñada. Ella dormía desnuda a mi lado. Hasta dormida era hermosa. Era un montón. Mi montón.
No me resistí a llenarla de besos por todo el cuerpo, hasta que se despertó refunfuñando. Me acerqué a su cara, le besé los labios, le dije la frase y me levanté para preparar el desayuno. A mitad de camino me cayó la ficha.
Ah, pero soy un boludo. ¿Cómo le voy a decir eso? La voy a espantar. No es que no lo sienta, pero… es muy pronto. Ella debe tener otro ritmo. Esa frase abre puertas. Pensamientos. Expectativas. Y nosotros estábamos tan bien, en ese equilibrio mágico. ¿Por qué arruinarlo?
Es que no lo pensé. Me salió con una naturalidad que asusta. Como si se lo hubiera dicho mil veces antes. Capaz no lo escuchó. Estaba medio dormida. ¿Y si lo escuchó? No dijo nada. ¿Eso es una respuesta? ¿Me voy a convertir en eso? La puta madre! ¿En alguien que analiza cada silencio? Si lo escuchó, ya no hay marcha atrás.
Es como lanzarse desde una montaña: puede ser un salto al vacío o un vuelo con estilo, pero a la cima no se vuelve. Yo me había tirado del Everest sin medir consecuencias.
Preparé el desayuno mientras espiaba los movimientos en la cama. Esperaba una reacción: ¿una sonrisa? ¿Pánico? ¿Un “hasta acá llegamos”? Pero ella se tapó y siguió durmiendo. Por lo visto, iba a desayunar solo.
Fui al baño. El cartelito seguía ahí, escrito con pasta dental en el espejo:
Te quiero!!
Eso tendría que haberle dicho. No la frase que desbarata todo. Ella a veces lo borraba, pero después de bañarse, con el vapor o con magia, el mensaje reaparecía. Difícil borrar del todo la pasta dental en el espejo. Difícil también borrar ciertas palabras.
Después de lo de hoy, ese mensaje sería historia. No me imaginaba un futuro donde ella no se espantara, no me dejara, no saliera a buscar a alguien más sensato. Más prudente con los tiempos.
Durante la semana me pidió vernos para hablar. Yo me escudé en el trabajo, pateé la charla cuanto pude.
"Estoy buscando otra cosa", "No sos lo que quiero", "No nos veo con un proyecto", imaginaba.
Yo solo quería exprimir hasta el último segundo. Lo había arruinado.
Llegó el finde. Después del fútbol con mis amigos, pasé por su casa. Tenía la llave, todavía. Esa llave que me dio cuando todo era promesa. Ahora, iba a devolvérsela.
Entré. Estaba sentada en el sillón. Apenas me vio, dijo:
—¿Podemos hablar de una vez, gordo?
—Sí… me voy a pegar una ducha y hablamos.
Entré al baño derrotado. Sabía que era la última vez de todo eso. Me saqué la ropa húmeda de transpiración. El cartelito del espejo ya no estaba. No me sorprendió. Me lo vi venir.
Abrí la ducha. Me quedé ahí adentro dos o tres años. Pensando escenarios. En ninguno salía ileso. Afuera, su voz cruzó la puerta:
—¿Estás bien? Hace rato que te estás bañando.
—Sí… ya salgo.
Cerré la ducha y me envolví en una toalla que todavía olía a ella. Frente al vanitory, el cepillo de dientes que dejé aquella vez —casi con vergüenza— seguía en su lugar, como si el tiempo no hubiera pasado. Me incliné hacia el espejo empañado… y ahí estaba.
Escrito por el vapor, como un secreto que el calor del agua ayudó a revelar, el mensaje decía:
Yo también te amo, tonto.
Salí del baño semidesnudo, temblando de amor. Ella me esperaba en el sillón con una sonrisa más grande que el departamento.
—Ahora es cuando me das una copia de la llave de tu casa.
—¿Mmm… no será muy pronto?
DARIO BESADA
42 AÑOS
04/07/2025
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