La capa de Pedro

 



Era una fiesta rara. De esas que organiza la gente con demasiado dinero y aún más aburrimiento. Convocaron a personajes de los rincones más insólitos del mundo. Todos recibieron su cuantioso cachet por adelantado.

No era en un salón ni en un yate lujoso. Habían comprado una isla exclusivamente para hacer la fiesta del siglo. También habían invertido lo necesario para que ninguna autoridad arruinara el evento. En la isla montaron una especie de feria bizarra con tiendas temáticas. Un delirio.

Pedro no tenía idea de por qué le había llegado una invitación, pero aceptó sin dudar. Todos hablaban del evento: noticieros, redes, incluso su grupo de vecinos del barrio. Era imposible decir que no.

Se puso su disfraz de Superman. No decía nada en la invitación sobre ir disfrazado, pero Pedro no perdía oportunidad de lucir su capa fosforescente: una reliquia familiar que más de un coleccionista había querido comprarle. Esa capa llamaba la atención en cualquier parte, y él estaba convencido de que lo convertía en alguien inolvidable.

Se miró al espejo. Estaba espléndido, según él. No importaba qué clase de personajes hubieran sido invitados: nadie iba a brillar como él. Ni con luces de neón.

Cuando llegó a la isla, su entusiasmo se pinchó un poco: era el único disfrazado. La gente lo miraba como a un freak, no con admiración sino con extrañeza.

—No entienden nada —murmuró, levantando la barbilla con orgullo.

La isla era un caos encantador. Unas mil personas y unas sesenta carpas con temáticas distintas. Entró a una al azar. Estaba vacía. Ni luces, ni música, ni decoración. Un embole.

Y de pronto, oscuridad total.

No veía nada. Solo su capa brillaba como un faro verde. Entonces escuchó un gruñido. Algo grande pasó velozmente a su lado y se estrelló contra una pared. Se oyó un golpe seco, seguido de un quejido.

Cuando sus ojos se adaptaron, Pedro distinguió la figura imponente de un rinoceronte. Tenía los ojos vendados. Recién ahí entendió por qué había fallado el ataque: el pobre estaba ciego.

Podría haber muerto. Pero no. Estaba intacto. La capa lo había protegido. El aura de Superman estaba con él.

El rinoceronte cargó otra vez. Pedro, ágil como un acróbata de circo, saltó sobre un parlante justo a tiempo. El animal volvió a chocar de lleno contra la pared.

Entonces se encendieron luces de colores, intermitentes, estroboscópicas. Parecía una discoteca. Solo faltaba la música. Pedro apenas lo pensó y...

🎶 “Olvídame y pega la vuelta” comenzó a sonar con fuerza.

—¡Nooo! —dijo Pedro, emocionado—. ¡Esta la canto sí o sí!

Se armó un show. Agarró un micrófono imaginario y le cantó con alma y vida al rinoceronte aturdido. Gritaba, se arrodillaba, hacía pausas dramáticas. Puro carisma. Cuando terminó, el animal yacía rendido, confundido o tal vez conmovido.

Una compuerta se abrió. Entraron seis rinocerontes más. Sin vendas.

Detrás de ellos, un tipo con un traje gris y cara de pocos amigos. Se acercó, les murmuró algo al oído y los animales abrieron los ojos de par en par. Luego cargaron directo hacia Pedro.

Él, acorralado, hizo lo único que podía: saltó.

Y voló.

Voló.

No se lo esperaba. Flotaba por encima de los rinocerontes, que chocaban entre sí como jugadores torpes.

El hombre del traje gris se llevó una mano a la frente y gritó:

—¡La puta madre! ¡Ahora que sabés que con esa capa podés volar… ¿Cómo mierda te la vamos a robar?!

Pedro, flotando, lo miró como si acabara de nacer.

—¿Puedo volar? ¿Soy un superhéroe? ¡Siempre lo sospeché!

—¡No, no y no! Sos un cero a la izquierda. ¡La capa hace volar a cualquiera!

—O sea que vuelo...

—¡La concha de la lora! ¡¿No podías entrar a la tienda de los leones?! ¡Estos rinocerontes me vinieron ciegos!

Pedro giró en el aire, se acomodó la capa y gritó con alegría:

—¡Superman, al rescate!

Y desapareció en el cielo nocturno, dejando atrás a los rinocerontes, la fiesta y a un estafador furioso con problemas de logística


DARIO BESADA

42 AÑOS

28/07/2025

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