La misión del día

Me miré en el espejo resignado. El verano estaba a la vuelta de la esquina y los rollos seguían ahí, desafiando mis inútiles esfuerzos por eliminarlos. No es que era realmente obeso pero al lado de esos muchachos que hacía 15 años no se comían una buena milanesa... parecía el muñeco de Michelin. 
El gimnasio no era lo mío. Intenté ir varias veces pero siempre terminaba hablando más de lo que entrenaba. Incluso comencé a ir en horarios donde iba la gente con la que había pegado más onda, porque si no había nadie tenía que entrenar y eso sí que me aburría. Evitaba los espejos dentro del gym porque era un vil recuerdo de lo que tendría que estar haciendo en lugar de pavear. Estaba convencido de que yo no tenía madera para ese lugar. Hay gente que parece que fue diseñada para estar ahí, que suben fotos entrenando, que se la pasan hablando de máquinas, rutinas, suplementos. A mi ese chip no me vino. Ya la palabra gimnasio me hace bostezar, no sé si es algo químico o qué. Igual iba, tratando de sostener esa mentira el tiempo que pudiese. Cuando me preguntaban sobre el verano podía comentar con optimismo que estaba haciendo algo para llegar en forma. Como las charlas eran más bien superficiales, no necesitaba de mucho esmero para urdir una mentira creíble. 
Había todo tipo de clases para evitar. Box, Karate, Crossfit, Zumba, Salsa, Bachata. Ahora la moda es ir ahí y bailar. Las mujeres llenan las clases de todos los ritmos y ese capaz el verdadero incentivo para ir al gimnasio: Mujeres. Por todos lados, de todas las edades. Con las que podes hablar de cualquier cosa, siempre tratando de fingir que estás en un break de tu rutina. Antes ibas a bailar para conocer mujeres, ahora vas a entrenar y te podes sumar a una clase de esos ritmos que para mí son todos básicamente iguales y también conoces mujeres. El problema es lo que me devuelve el espejo a mí y lo que le devuelve al resto de los tipos que están diseñados para estar ahí.
Ya que el gimnasio no era mi solución pensé en la alternativa: Dieta. Si, lo sé, te hizo ruido el estómago de sólo escucharla. Seamos honestos, a nadie le gusta comer yogurt cuando se podría comer una milanga a caballo. A nadie. No vives de ensalada me viene a la mente cada vez que voy a un restaurante y estoy en la disyuntiva entre unos buenos sorrentinos o una ensaladita. Pero la dieta es menos aburrida que el gimnasio, el problema son las tentaciones. Porque yo me podría pedir lechuga, tomate, papa, zanahoria y tratar de comer ese engendro, el problema es el desconsiderado de la mesa de al lado que se pide un revuelto gramajo con de todo y el mozo, creo que disfrutando mi sufrimiento, pasa cerca mío con la bandeja que me impregna de ese olor a sabor. Y yo casi hipnotizado vuelvo la mirada a mi plato, preguntándome si lo que estoy viendo es realmente comestible.
Así que el espejo me devuelve rollos por todos lados y el verano está ahí, al alcance de la mano. Sin embargo hoy tengo una misión. No es muy compleja pero es infinitamente más fácil en la teoría que en la práctica. Agarré el auto y me adentré en la noche porteña. Encontré un barcito que me pareció el indicado donde cumplir la meta de hoy. Era medio antro, nada muy pomposo. Mozos viejos, manteles que supieron ser blancos, cartas antiquísimas. Me senté, sólo. Me había olvidado de ese tema. La gente te mira raro cuando te sentás solo en un bar, te preguntan si estás esperando a alguien o si realmente estas abandonado en esta vida. ¿No es mucho? ¿Además de gordo estoy solo? Un trauma a la vez. 
Me viene a atender el mozo de turno y se me ponen los pelos de punta: llegó el momento. Voy ensayando mentalmente las palabras que deberían salir de mi boca, esperando de corazón que ésta no se alié con mi hambre y se rebele. Le digo al señor que me traiga una: EN SA LA DA. Si, se lo separé en silabas como para que no haya confusiones posibles. Le dije todo eso sin dejar de mirarlo fijamente tratando de que entendiese que estaba decidido, que no iba a sucumbir a la sarta de propuestas indecentes que el cocinero le debía haber aconsejado. Me sostuvo la mirada unos segundos, suspiró y se fue a la cocina. Lo había logrado. Pedí ensalada exitosamente. La misión del día estaba cumplida. 
A los pocos minutos apareció el mozo con mi cena y todo tipo de aderezos que no tengo ni la más pálida idea que era cada cosa, así que le dije que lo condimente él. Cuando finalizó me preguntó: ¿Y para cenar qué quiere?

Viejo mozo traidor ojalá que te mueras pronto, pensaba mientras le pedía la milanga a caballo de todos los días. 

DARIO BESADA
29/11/2018
36 AÑOS

Comentarios

Entradas populares de este blog

La apuesta

La parca

Sueños de cuarentena