El robo al conde

 Te voy a robar lo más valioso. Esas eran las palabras textuales de la carta que acababa de recibir el conde. Se explayaba sobre qué cosas consideraba de valor, como el coloso de diamantes que tenía escondido en el sótano, o el cáliz de oro que se hallaba en el salón de las reliquias.

En ese cuarto había innumerables objetos de valor. Todo lo que el dinero podía comprar y algunas cosas incluso más valiosas. Era su orgullo y donde se pasaba gran parte del día. Admiraba cada pieza y aburría a quien tuviese a mano contándole como había conseguido cada reliquia.
El conde era la persona más rica de la ciudad. Más rica, más poderosa e influyente. Podría ser rey si alguna vez se lo hubiese propuesto pero no le gustaban las guerras, la diplomacia y la idea de tener que alimentar a un pueblo entero. Tenía todo el dinero del mundo y su único hobby eran las reliquias. Mandaba a exploradores a conseguirlas en las partes más recónditas del mapa. Él jamás abandonaba la ciudad por temor a que le desvalijasen el castillo. Con los años se volvió paranoico e inseguro. Además de cruel e insensible. No aceptaba un no como respuesta, cuando se proponía obtener una pieza en particular, la conseguía. Como sea. Eso le trajo ciertos problemas ya que cierta parte de su enorme colección la formó con piezas que fueron arrebatadas a sus dueños, por lo que tenía enemigos. Demasiados como para irse alegremente de la ciudad y abandonar su preciado castillo.
Te voy a robar lo más valioso. Repetía esa frase una y otra vez. No entendía como alguien podía saber de la existencia del coloso. Ni siquiera a sus cientos de invitados se lo mostraba. Debía tener informantes dentro del castillo.
La agenda social del conde consistía en un banquete cada dos o tres día para un grupo de gente, nunca menor a cien personas. En esas reuniones presumía de todos sus tesoros. Repetía una y otra vez las hazañas de cómo había conseguido cada artefacto. Aburría a todo el mundo, pero si querías ser alguien en esa ciudad, no podías desestimar una invitación del conde.
Luego de leer la carta una y otra vez, llegó a la triste conclusión de que en su afán de expandir su pequeña colección había enfadado a alguien. A un don nadie seguramente. Y le había mandado esta amenaza sólo para incomodarlo. ¿Que clase de ladrón serio, profesional, que sabe lo que hace, indicaría que va a robar el castillo? Tenía que ser un improvisado. En la carta decía claramente que sería saqueado entre enero y diciembre. Un año.
Al comienzo le dio poca importancia, bromeaba con sus sirvientes y con su círculo más cercano. Amigos reales no tenía, ya que a casi todos les había sacado algún bien valioso y se quedaban a su lado por interés. Era consciente de eso, pero lo hacía sentir poderoso, superior a todos.
Al aproximarse enero se empezó a preocupar. Mandó a mejorar los sistemas de seguridad e incluso se contactó con especialistas que aprovecharon la situación y le vendieron artefactos modernos de seguridad, que no funcionaban, a precios irrisorios.
Empezó a dormir mal, a tener pesadillas y a levantarse a la madrugada gritando que le estaban robando.
Llegado enero tomó una drástica decisión. Seguiría ofreciendo banquetes pero no con tanta frecuencia. De ahora en más serían uno o dos por mes, con una capacidad máxima de diez personas. Él mismo revisaría la lista de invitados. Desde el vamos, no invitaría a ningún desconocido, al menos no ese año. Duplicó el ya inmenso cuerpo de guardias.
Sus pesadillas se volvieron más recurrentes y varias veces por semana se lo podía encontrar corriendo a la madrugada con una vela y gritando que le estaban robando todo.
Luego de inspeccionar el castillo de arriba a abajo, les pedía a los vigilantes que doblasen la guardia en el salón de las reliquias, porque el robo estaba al caer.
Los banquetes pasaron a ser un fiasco. Lo que antes era una fiesta pasó a ser prácticamente una guerra muda. El silencio era absoluto. El conde desconfiaba de todos y los miraba inquisitivamente a cada uno. Lo peor de la velada sin dudas era cuando alguno de los renombrados invitados quería pasar al baño.
Una alarma se encendía en la mente del conde: no quiere ir al baño, se quiere robar lo más valioso.
Le permitía ir, pero lo seguían cuatro guardias. Y cuando se tardaba más de lo estipulado, le golpeaban la puerta y lo amenazaban. La tensión que se vivía en esas reuniones mermó el poder y la influencia del conde. Incluso el respeto que se había ganado en las altas esferas de la sociedad se fue esfumando.
Pasaron los meses y el conde se fue calmando. Daba por hecho que todas las medidas que había tomado, sin dudas, había boicoteado el plan original, hasta que llegó una nueva carta que decía: En cuanto te descuides, te robo lo más valioso

Esta nueva amenaza disparó la psicosis del conde. Dejó de dormir por las noches, canceló los banquetes. Prácticamente vivía en el salón de las reliquias. Cualquier sonido le hacía entrar en pánico. Despidió a cientos de criados y guardias por que le parecía que estaban tramando algo. Tenía que llegar a fin de año intacto, luego todo volvería a la normalidad. O eso quería creer.
Llegó fin de año y respiró aliviado, solo habían jugado con sus nervios, hasta que vio a un criado con una carta en la mano. Sin abrir. Lo miró con odio. ¿Porque me traes una carta? Ya terminó el año. Es una mala noticia y te ejecuto.
La abrió lentamente, como si estuviese conectada a algo sumamente sensible. Respiró hondo y se dispuso a leerla. La tiró por los aires al leer las primeras dos palabras que decian: Te robé.
No siguió leyendo. Salio corriendo hacia el salón de las reliquias, mientras lanzaba alaridos para que lo siguiesen los guardias: me están robando, vengan!
Cuando llegó al vigilado bunker vio que no faltaba nada. Contó una por una las reliquias y estaban todas. El coloso! Debe haberme robado el coloso de diamantes! Le ordenó a su pequeño ejército que lo acompañaran al sótano, aunque tenían completamente prohibido entrar ahí. Todo tipo de historias y mitos habían surgido con los años, con lo que podía haber en ese sótano. Un coloso de diamantes estaba fuera de todas posibilidades. Sin embargo, cuando llegaron, ahí estaba. Medía casi 5 metros y estaba acostado, como dormitando.
Luego de sacarlos del sótano, y revelar sus secreto más preciado a todo su personal, volvió a agarrar la carta y la leyó de nuevo, esta vez, ya más calmo. No le habían robado nada valioso. La misiva decia:
"Te robé. Te dije que iba a hacerlo y lo hice, porque soy un hombre de palabra, no como vos, que tu palabra no vale ni la saliva que gastas en decirla. Me enteré que hiciste algunos cambios en tu vida diaria por mi amenaza. Contaba con eso, por eso es tan gratificante el haberte robado igual."

El conde apretaba la carta cada vez con más fuerza.

"Te aviso que no te voy a devolver nada. No te lo mereces y tampoco podría hacerlo, ya que no lo tengo. Seguramente cuando empezaste a leer esta declaración verificaste que todo esté en su lugar. El cáliz, el oro, y hasta el coloso. ¿Hace cuánto que no lo veías de cerca? Lo tenes encerrado bajo mil llaves, escondido de todo el mundo. No sé como pensabas que alguien pudiese robar semejante gigante, pero sin embargo seguramente fuiste a chequear. No, te robé algo más simple y mucho más valioso"

El conde farfullaba: ¿Qué es más valioso que el coloso? Claramente no sabe nada de arte, ni de reliquias.
Siguió leyendo y al leer la última palabra solo gritó: ¡Demonios!
Destruyó la carta en un ataque de ira y les ordenó a todos que se retiraran.
Antes de irse, el jefe de los guardias juntó lo que había quedado de ella e intentó rearmarla. Le faltaban partes pero creyó haber encontrado el punto final y la palabra que lo precedía: Tiempo.


DARIO BESADA
38 AÑOS
12/07/2021

Comentarios

Entradas populares de este blog

La apuesta

La parca

Sueños de cuarentena