El Colectivo del Infierno

Subí al bondi y estaba vacío. No estoy exagerando, estaba literalmente vacío. Sólo estábamos el conductor, un tipo canoso de unos sesenta y largos, y agotado de la vida, y yo. Miré el reloj y comprobé que eran las once de la mañana. Un día de semana, once horas y el bondi estaba desierto. Me olió mal. Eso ya no me gustó nada. Bah, miento. La primer impresión fue de júbilo, ¡me iba a poder sentar donde yo quisiera! Pero al pasar los minutos se volvió más raro el asunto. Estábamos en primavera, un hermoso clima, por lo que yo estaba en remerita y, como corresponde, bermuda. Me senté en lo que luego de un pequeño análisis debería ser el mejor asiento de todo el colectivo. Individual, casi llegando al final. A los pocos minutos me cambié a otro porque el aire acondicionado me estaba haciendo tiritar de frío. No era cuestión del asiento comprendí después, el aire estaba muy alto y me iba a congelar sentara donde me sentara. Estuve tentado de entablar una charla banal y superflua con el conductor, el cual según mis cálculos debería estar contando los días para jubilarse. Es más, quizás este fuese su último viaje. Es más, quizás por eso estaba vacío. Es más, tal vez le había pedido a su jefe que su sueño antes de retirarse era hacer un recorrido sin pasajeros. Y yo se lo estaba arruinando. ¿Pero porqué me paró? Podría seguir de largo como lo hacen muchos en hora pico. El hecho de que sea el único pasajero no dejaba de molestarme. ¿Qué tenía ese colectivo para venir vacío? Me fijé por la ventanilla buscando otros y estaban todos repletos, con gente prácticamente colgada de ventanas, puertas... era un horror. Y ahí estaba yo, cambiándome de asiento cada tres minutos porque tenía frío.

Siguieron pasando las paradas y nadie subía. Pensé lo peor. Está bien, a veces soy un poco paranoico pero eso no podía estar pasando. Era absurdo. Antes de subirme jamas de los jamases se me hubiese ocurrido que iba a estar vacío. Incluso había preparado todo para que no me robasen nada porque en el tumulto te afanan hasta la vida y un poco más. Tomé coraje y le pregunté al chófer si había pasado algo que explicara lo que estaba sucediendo. Él me miró por el espejo retrovisor un largo rato. Bah, largo rato, para mi fue eterno porque todo ese tiempo dejó de mirar para adelante y estaba manejando un vehículo inmenso. Así suceden los accidentes, cuando pasajeros distraen a los que manejan. Habrán pasado veinte segundos aproximadamente hasta que él le devolvió la vista al camino. Yo respiré aliviado pero con la bronca de que no me hubiese contestado nada. Lo más razonable en ese caso extremo era bajarme. Tocar el timbre y en una parada, salir de ese colectivo del infierno. No tardé en encontrar el martillo que decía eso de utilizar en caso de emergencia. Aún no lo era, pero si el tipo no me abría la puerta para bajar, yo iba a romper todo.

En ese preciso momento, el bondi se detuvo, abrió las puertas y una persona subió. Me miró, miró al chófer, se disculpó y bajó rápido. Yo me quedé petrificado ¿Qué estaba pasando? ¿Porqué no me bajé ahí mismo? Tenía miedo. Eso era innegable. Estaba al borde de un ataque de pánico pero para ser honesto, también estaba sumergido en el hondo océano de la curiosidad. De pronto me di cuenta, como si un rayo de sabiduría repentina me hubiese golpeado violentamente, que no había prestado atención al cartel que traía el colectivo. Estaba tan ensimismado en mis cosas que vi el número del bondi y me subí. Intenté recordar escena por escena, plano por plano y no hubo manera. Ni siquiera había mirado el estúpido cartel. Podía decir cualquier cosa, con seguridad en el cartel estaba la explicación de porqué estaba sucediendo esta cosa tan insólita. Probablemente el tipo que subió por error tampoco lo había visto y al ver que había sólo un pasajero bajó por precaución, pensando que estaba fuera de servicio. ¡Eso era! Este bondi debía estar fuera de servicio y el chófer... ¿porqué demonios me dejó subir?
Ya tenía el dedo a centímetros del timbre cuando escuché un grito de desesperación proveniente de la última fila de asientos. Caí en la cuenta que nunca había llegado a esa fila, di por asumido que no había nadie tirado en el piso entre los respaldos y el asiento. Me quedé paralizado unos segundos, mientras vi como el chófer volvió a desviar la mirada del camino y me observaba por el espejo. A mi, o a esa persona que había gritado. Traté de escrutar su mirada en busca de información. ¿Él sabía que había alguien más? ¿O estaba tan sorprendido como yo? ¿Podía, acaso por el bien de todos, mirar el camino de una puta vez?

Del fondo del pasillo salió una muchacha que no paraba de gritar. Me suplicaba que no tocase el timbre, me preguntó si había leído el cartel del frente, al contestarle que no, me confesó que ella tampoco pero suponía lo que podía decir. Me contó toda la historia. Para mi era apasionante y digna de una fábula. Es decir, puras tonterías. Me dijo que una vez, cada cierto tiempo, en una linea cualquiera ponen un cartel en el frente que dice: "Si se anima, toque el timbre".  Hola curiosidad. Hola miedo. ¿Qué le gana a qué?. Era un mito, por sobre todas las cosas porque nunca vi pasar a un bondi con ese cartel. Me lo tomo todos los días, incluso diferentes lineas y de ninguna manera alguna vez vi algo así. Incluso ninguno de mis allegados me comentó algo similar. Debían ser esos rumores que alguien inventa y se divulga. Una leyenda. Falsa por supuesto. Claro que justo en esa ocasión todo cuadraba. Nadie se subiría al bondi que tuviera esa advertencia o amenaza o vaya a saber qué cosa. Le seguí tirando de la lengua para que me contase los pormenores de esa ridiculez. Ella hablaba con susurros, como si tratara de que el conductor no la oyera. No sabía desde cuando se remontaba, se lo había escuchado una vez a su abuelo pero no me quiso decir qué pasó la vez que alguien tocó el timbre. Parece que era una especie de premio para el chófer. Después de años y años de trabajo, una vez en su carrera le daban la vuelta libre, es decir, sin pasajeros. Sin tiempo, sin horarios, para pasear siguiendo el camino. Para asegurarse de que los pasajeros no se subieran habían inventado ese método. Un cartel disuasorio. Patrañas. Pero ella parecía aterrorizada, temblaba y no por el frío como yo.

Luego de escucharla atentamente decidí que había llegado la hora de derribar ese mito. Acerqué lentamente la mano al timbre y pude ver como el conductor me estaba clavando la mirada nuevamente. Ahora si notaba un odio latente. Ella temía lo peor y me suplicaba que no lo hiciera.  Empecé a pensar que no me había contado todo. Tal vez el abuelo le había dicho qué le hicieron a todos los pasajeros del colectivo en el que se animaron a tocar el bendito timbre a pesar de la clara advertencia. Respiré hondo y estaba a nada de tocarlo cuando el bondi se estrelló contra algo. El estúpido chófer me estaba mirando con tanta bronca y desprecio que no esquivó al camión de adelante. Por el impacto, caí al suelo y rodé varios metros. La muchacha cayó encima mio y su perfume se impregnó en todo mi ser. Yo temblaba y ya no de frío.
Pasaron muchos años y no hay un solo día en que mi esposa no me lo recrimine: "Nos podríamos haber matado y todo por un puto cartel que decía: Si se anima, toque el timbre. Y vos ahí, tocándolo."


DARIO BESADA
25/10/2019
37 AÑOS

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