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Objeto de deseo

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  Ella se recostó en el sillón y empezó a mover las piernas, invitándome a que le sacara esas botas brillantes. Pero claro que iba a sacárselas: para eso había ido. Sus ojos encendidos y esos gemidos desbocados turbaban a cualquiera. Pero yo no soy cualquiera. Le quité las botas una a una, con la mayor delicadeza del mundo, mientras mis manos inquietas rozaban sus esbeltas piernas. Cuando quedaron desnudas, intentó incorporarse para desabrocharme el pantalón. Fue entonces cuando agarré el botín y salí de la habitación. Quedó perpleja. Después gritó cosas que no llegué a entender. Esas botas habían sido mi obsesión desde la primera vez que se las vi puestas en una fiesta, y cuando me obsesiono con algo, lo consigo. Apenas llegué a casa bajé directo al sótano, donde guardo todas las reliquias que pude conseguir a lo largo de los años. Mi guarida está siempre cerrada con llave; de lo contrario tendría que soportar que mi esposa quiera usar —y profanar— alguno de mis más valiosos tesor...

Lo que no debía besar

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  Le besé la mano y un olor nauseabundo me provocó una arcada inmediata. No era que estuviera sucia: era como si se hubiera ensuciado a propósito para la ocasión. Tenía una textura indefinida, un color imposible y un aroma capaz de tumbar a cualquiera. Si existiera un museo de manos que no deberían haber existido, esa sería la atracción principal. Para colmo, era grotesca, deforme, espantosa. Yo no podía entender cómo alguien con semejante esperpento podía ser el capo de la mafia. Fui imprudente, lo admito. Ni sospechaba que ella era su única hija. Y claro: en ella no había ni rastro de la maldita mano. No era hereditario. Si lo hubiera sido, yo no estaría ahora en esta situación. Los gorilas que escoltaban al capo me levantaron y me colocaron otra vez en posición para jurarle pleitesía eterna. Era eso o la muerte. Un don nadie como yo había deshonrado a su especie. Su hija estaba reservada para un rey o algún presidente de una potencia mundial, no para un tipo como yo, que le pone...

El anuncio

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  Entró a la casa y la vio llorando. Recorrió con la vista todo el living, buscando algún motivo, hasta que le preguntó: —Má… ¿Por qué llorás? ¿Qué pasó? ¿Te pegó papá? Decime y lo cago a trompadas. Es un hijo de puta, ¿Cómo te va a tocar? Lo mato ya mismo. —No, nene, no —dijo ella, secándose la cara con el repasador—. Tu viejo es incapaz de levantarme un dedo, ¿qué decís? —¿Entraron a robar otra vez? ¿Se llevaron tus joyas? La puta madre… No te hagas drama, mañana mismo vamos a la calle Libertad y te compro todo nuevo, má. Es solo guita. —Pero no, si desde que nos robaron la última vez tu padre convirtió esto en una fortaleza. Si alguien quiere entrar, vuela en mil pedazos. Olvidate. —¿Entonces? No me digas que palmó el tío Oscar. La puta madre… ¿Cuándo es el velorio? Agarrá todo que te llevo. Deberíamos comprar una corona de flores, ¿no? —No, hijo, no. Además, ¿Por qué pensás que fue el tío Oscar antes que el tío Jorge, que ya está en las últimas? —No sé, lo presentí. Estuve con ...

Chequeo de rutina

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 Entré al consultorio y me encontré con un viejo gruñón. Debía tener mil años, o tal vez más. Me señaló la camilla sin mirarme y dijo: —Sacate la ropa. Toda. Me quedé dura. —¿Toda? —Es lo habitual —respondió, como si nada. El asco me subió a la garganta. Ese viejo verde iba a verme desnuda. Podía imaginarlo babeando, usándome para sus fantasías nocturnas. Cuando acercó el estetoscopio a mi pecho, me recorrió un temblor. Sentí que, si se pasaba un centímetro más, iba a gritar. Podía ver cómo se le hacía agua la boca al mirar mi piel. Viejo pajero. No habían pasado ni cinco minutos cuando se escuchó un estruendo. La puerta voló por el aire y entró un ejército de policías. Gritos, armas, luces. Yo, desnuda y paralizada. El jefe, un tipo de bigote prolijo con una chapa que decía Jorge, empujó al viejo contra la pared y le puso las esposas. —Disculpe, señorita —me dijo sin mirarme a los ojos—. Este tipo se hace pasar por médico para manosear jovencitas. Es la tercera vez que lo agarramo...

Alquiler de gatos con skills

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  Miguel entró a la tienda con un propósito concreto. En el mostrador lo esperaba un vendedor con cara de estar aburrido de la vida, acompañado por su más fiel amigo: un gato que parecía tener doscientos años. El animal se desperezó al verlo entrar y le gruñó con desgano. —Buenos días —dijo el vendedor, con voz seca—. Mi nombre es Paco. Se puede retirar, por favor. —¿Perdón? ¿Por qué? —preguntó Miguel. —Mi gato… digo, Lord Trevor le gruñó. Eso significa que quiere que se vaya ya mismo. —Pero apenas me conoce. A veces le caigo mal a la gente de entrada, pero después de un rato… —Nada de un rato. Si da un paso más, Lord Trevor se le va a abalanzar. Y nunca falla un ataque. —¿Y si falla… me puede atender? Paco se quedó pensativo. Miró a su gato. El Lord le devolvió la mirada y le hizo un gesto mínimo, como diciendo: Olvidate, me lo como crudo. —Está bien —aceptó Paco—. Pero no me hago cargo si sufre algún daño por ese ataque certero. Miguel dio un paso adelante. Lord Trevor saltó con ...

Dildo gate

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  Era un día común y corriente en el Resto de Flores, la gente se agolpaba para entrar ya que afuera hacía un frío demencial, y adentro sobraban los platos con sopa de maní. Esa sopa, pensaban muchos, debía haber sido inventada en invierno. La mesas estaban razonablemente llenas cuando de pronto entró La eminencia: Kiki. Instantáneamente, todos los comensales dejaron sus cucharas en el aire para mirarlo. No era que el lugar fuera feo, pero lujoso, lo que se dice lujoso, tampoco. Funcional, digamos. Y Kiki, de eminencia, solo tenía los aires: se creía la gran cosa. Y si encima al entrar la gente reaccionaba de ese modo, su ego danzaba entre las nubes. Pidió al mozo la mesa “más destacada” del salón, mientras sonreía a la decena de celulares que aparecieron de golpe. No es que fuera una estrella, pero tenía dos mil seguidores en TikTok, y veinte o treinta de ellos estaban ahí mismo. Kiki sabía dónde moverse para ser reconocido: le encantaba la idea de que alguien llegara a su casa y ...