La sustancia

 El rey se paró en el atril y le habló a su pueblo:

-Estamos en problemas. Los vecinos del norte están marchando hacia nuestras fronteras. Necesitamos una producción total de nuestra arma secreta. Toda persona, hombre, mujer, mayor de 10 años capaz de producir la sustancia debe presentarse al almacén de su zona y entregar todo el suministro que tenga y que pueda producir, para que nuestra arma tenga la mayor pureza jamás vista. Nuestras máquinas y nuestros científicos van a trabajar sin descanso hasta que el invasor sea derrotado. Nuestro legado está en peligro, hagan su mayor esfuerzo. Mis propios hijos, los príncipes de este gran reino ya están donando su sustancia.

La gente murmuraba cosas inentendibles, pocos entendían como el moco de un granjero que le salía al sonarse la nariz, podía detener un ejército. Pero su rey, que fue elegido por los dioses divinos, les aseguraba que era un arma letal, que los invasores no tenían una cura, ni antídoto, ni nada. Que de hecho los están atacando porque en cuanto el rey consiga toda la sustancia que necesita, va a arrasar con el mundo entero.

En lugar de armar un ejército imbatible, todo el país está en un almacén estornudando y sonándose la nariz, extrayendo el elixir que va a derrotar cualquier rival.

Los vecinos del norte llegaron a la capital sin encontrar resistencia. Las calles estaban desiertas. Las puertas abiertas. La ciudad entera olía a enfermedad y metal caliente. Cuando alcanzaron la plaza central, se detuvieron. Frente al palacio, la máquina humeaba, cubierta de tubos y frascos rotos. Y justo detrás, esperándolos, se alzaba una criatura que no debería existir. Era una masa enorme, amorfa, temblorosa, compuesta enteramente de mocos. Brillaba con una viscosidad verdosa, emitía un sonido húmedo al moverse, como si respirara sin necesidad de pulmones. Nadie entendía cómo podía sostenerse en pie. Pero ahí estaba. Uno de los comandantes dio la orden de disparar. Las balas se hundieron en la criatura sin dejar rastro. Otro intentó huir, pero no hizo más que resbalar y caer al suelo. Entonces la masa avanzó. No hablaba. No pensaba. Solo obedecía. Era el resultado de una orden absurda ejecutada con fe absoluta.

Horas después, la capital seguía en pie y ya no tenía enemigos. El rey, observaba desde su balcón, con una mezcla de triunfo y terror. Porque lo había logrado. Había creado un arma perfecta. Pero no sabía cómo detenerla.

DARIO BESADA

42 AÑOS

06/05/2025

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