Objeto de deseo
Ella se recostó en el sillón y empezó a mover las piernas, invitándome a que le sacara esas botas brillantes. Pero claro que iba a sacárselas: para eso había ido. Sus ojos encendidos y esos gemidos desbocados turbaban a cualquiera.
Pero yo no soy cualquiera.
Le quité las botas una a una, con la mayor delicadeza del mundo, mientras mis manos inquietas rozaban sus esbeltas piernas. Cuando quedaron desnudas, intentó incorporarse para desabrocharme el pantalón. Fue entonces cuando agarré el botín y salí de la habitación.
Quedó perpleja. Después gritó cosas que no llegué a entender.
Esas botas habían sido mi obsesión desde la primera vez que se las vi puestas en una fiesta, y cuando me obsesiono con algo, lo consigo.
Apenas llegué a casa bajé directo al sótano, donde guardo todas las reliquias que pude conseguir a lo largo de los años. Mi guarida está siempre cerrada con llave; de lo contrario tendría que soportar que mi esposa quiera usar —y profanar— alguno de mis más valiosos tesoros.
Me probé las botas. Me quedaban un poco chicas, pero me daban una postura difícil de explicar: una mezcla perfecta de sensualidad y elegancia llevadas al extremo.
Habría que ajustarlas un poco, pero para la próxima fiesta me iban a quedar pintadas.
El problema era el de siempre: la víctima hacía una denuncia, un identikit, una rueda de reconocimiento… Un despliegue exagerado por unas simples botas de charol, una minifalda que brillaba demasiado, un piercing —todavía se me hace agua la boca al recordarlo en ese ombligo—, un top de seda que se deshacía al tocarlo, y… bueno, los miles de objetos que trasladé a mi museo privado.
Mi hermano, el comisario, me ha salvado más veces de las que admitirá. Conoce cada vitrina del sótano y siempre me dice que, si no fuera policía, tendría su propia colección. Por eso se asegura de que mi nombre no figure en ningún expediente. A menudo pienso en el sótano sin estrenar de su casa. Y dudo que esa galería esté vacía.
Muchos asocian los sótanos a asesinos seriales que torturan y violan a sus víctimas. El mío es un museo. Algún día mi colección será reconocida como lo que es: una obra de arte.
Cuando creía tener todo bajo control, con más de diez años de experiencia en el rubro, mi esposa llegó con los objetos definitivos para mí colección. Lo que había buscado durante toda mi vida adulta: un corsé de cuero con su látigo a juego.
Corsé y látigo. Esa imagen me despertaba en mitad de la madrugada. Tenían que ser míos, no de ella.
Los usamos infinidad de veces hasta que un día alcancé mi límite tolerable. Una noche como cualquier otra entré en la habitación y ella estaba vestida con el corsé, el látigo en la mano, lista para otra sesión.
Me arrojó el látigo, se dio vuelta y apoyó las manos contra la pared. Me pidió que la azotara: “Me porté muy, muy mal”, dijo.
Esa imagen perturbaría a cualquiera.
Pero yo no soy cualquiera.
La azoté como nunca: con bronca, con deseo. Como siempre había querido que la azotara. Cuando terminó su insistencia, me acerqué por detrás y, con precisión quirúrgica, le desabroché el corsé mientras ella exigía que terminara lo que había empezado.
Una vez libre de ella, tomé el corsé, el látigo y salí corriendo hacia mi guarida.
Ella gritó, desnuda, desconcertada, y me persiguió por toda la casa. En medio de la corrida tropezó y se golpeó contra algo. No la escuché más.
No sé si está muerta, si agoniza o si es solo una treta para robarme mis reliquias.
Me escondí en el sótano.
Una persona cualquiera iría en su auxilio.
Pero yo…
Yo no soy cualquiera.
DARIO BESADA
43 AÑOS
08/12/2025

Vos no SOS cualquiera.
ResponderEliminarJaja gracias Nes :)
Eliminar