Chequeo de rutina
Entré al consultorio y me encontré con un viejo gruñón. Debía tener mil años, o tal vez más. Me señaló la camilla sin mirarme y dijo: —Sacate la ropa. Toda. Me quedé dura. —¿Toda? —Es lo habitual —respondió, como si nada. El asco me subió a la garganta. Ese viejo verde iba a verme desnuda. Podía imaginarlo babeando, usándome para sus fantasías nocturnas. Cuando acercó el estetoscopio a mi pecho, me recorrió un temblor. Sentí que, si se pasaba un centímetro más, iba a gritar. Podía ver cómo se le hacía agua la boca al mirar mi piel. Viejo pajero. No habían pasado ni cinco minutos cuando se escuchó un estruendo. La puerta voló por el aire y entró un ejército de policías. Gritos, armas, luces. Yo, desnuda y paralizada. El jefe, un tipo de bigote prolijo con una chapa que decía Jorge, empujó al viejo contra la pared y le puso las esposas. —Disculpe, señorita —me dijo sin mirarme a los ojos—. Este tipo se hace pasar por médico para manosear jovencitas. Es la tercera vez que lo agarramo...